No iba a ser una excepción. En todas las ciudades de todos los países francófonos existe un hotel llamado “de la amistad”. Claro que no es lo mismo, por más que compartan nombre, el hotel de l’Amitié de Bamako, con modernas habitaciones asomándose al Níger, que esta basurilla en la que estoy metido en una remota e ínfima ciudad africana.
He llegado desde Cotonou, la antigua capital del reino de Dahomey, por una pista que roza lo imposible, tras once interminables horas de viaje en un destartalado jeep de la primera guerra mundial o tal vez algo anterior, obligados a detenernos cada poco para reponer agua en el agujereado radiador. Sekou, el conductor, es un béninois de conversación fácil que trapichea por el camino y me ilustra acerca de cómo sobrevivir con cinco mujeres, un cerdo, trece hijos y ocho gallinas ponedoras en el medio rural de un país paupérrimo.
Pero de lo quiero escribir es de este aciago hotel de l’Amitié. De puertas afuera no aparenta tan mal. Dispone de un patio sombreado que acoge una terraza con media docena de viejas mesas y anticuadas sillas de metal y fórmica, y un comercio de suvenires que no es más que un mostradorcito sobre el que se han colocado algunas artesanías en madera de escaso interés. Melianne, una belleza mitad yoruba mitad baribei, atiende el negocio y me presiona con suavidad para que le cuente qué hace un tipo como yo –blanco, pantalones Levi’s y camisa Lacoste– en un sitio como aquel. Prometo darle todos los detalles esta misma noche en mi habitación.
Un tubo fluorescente sucio, amarillento y triste, sin ambición alguna, me muestra el suelo de la ducha invadido por una cohorte de bichejos de todo tipo, tamaño y condición que camina, bucea o nada alrededor de un burujo de pelos ancestrales que obstruye el desagüe provocando la formación de una ciénaga repugnante.
El retrete luce una costra terrosa con pinceladas, aquí y allá, de roña achocolatada, como salpicada a voleo desde los vientres de una comunidad de virtuosos artistas abstractos. El lavabo –pátina de azúcar moreno– supera en carácter y mugre al descargadero. Bajo una capa de atávicos sedimentos, aparece una redonda pastillita de jabón que despliega su amarillo agresivo sobre un fondo color entre Nesquick y profiteroles. La cama es como un catre militar con un argamandel por almohada, junto a algo que recuerda remotamente lo que debió ser una mesita de noche –de luz– en tiempos mejores. Un agujero de un palmo que da al exterior se supone una réplica calamitosa del aire acondicionado.
Melianne entra sin llamar, aportando una logística elemental que incluye un par de cervezas frías que no tardarán en calentarse, la bolsa de plástico transparente con la recaudación del día y dos espirales para quemar, humo tóxico para mosquitos y humanos.
Cuando despierto, la chica –flor de loto en un albañal– ya se ha ido y Sekou me espera abajo con el auto en marcha. Echo un último vistazo a la habitación. No falta ninguno de los cinco elementos que componen la creación: aire, agua, fuego, tierra y mierda.
Patrimonio de la humanidad.
IMÁGENES: Arriba, Hotel de l’Amitié en Bamako, Malí. Centro, la pista, seca y transitable en la foto. Abajo, Melianne, linda y sonriente por la mañana.
Hace un par de semanas se ha producido un golpe de estado militar en Malí. Espero que el Hotel de l’Amitié no haya sufrido ningún daño. Bajo los arcos de la izquierda, en la fotografía de arriba, pasé muchas tardes conversando con mi amigo Fasoko Doumbia, piloto de Air Malí, frente a una botella de Beaujolais recién importado, admirando las curvas de las oscuras sirenas que poblaban la piscina.