“Una ciudad arrebatada a los blancos
por el orgullo de los negros.” (Javier Reverte)
El airbús de Iberia se toma sus buenas diez horas desde Madrid para llegar a Jo’burg, nombre coloquial de la capital de la provincia de Guateng, que en lengua tswana –una de las once lenguas oficiales de Sudáfrica– significa “país del oro”. Así fue por obra y gracia de un emigrante australiano que, en el lejano 1886, decidió plantar un arbolito en su jardín para que le diera sombra a su esposa mientras le repasaba sus calzones de agricultor, sentada en una silla de anea.
No sabremos nunca si aquel buen hombre se hubiera atrevido a abrir el hoyo de haber imaginado las consecuencias que su primer golpe de pico iba a suponer para el futuro de millones de personas. El caso es que, ante sus asombrados ojos, apareció el filón de oro más gigantesco que se hubiera descubierto jamás.
La noticia corrió como la pólvora y, en muy poco tiempo, miles de buscadores de oro se precipitaron sobre el lugar. Se formó un inmenso campo de tiendas de campaña y precarias construcciones que bautizaron con el nombre de Johannesburg, en consideración a los dos inspectores de minas, Johann Rissik y Johannes Joubert, que el gobierno inglés envió para poner orden en aquella locura.
Muy pronto, las colosales fortunas acumulas originaron un imparable proceso de urbanización. El Jo’burg de hoy es la ciudad de los superlativos: la más rica de África, la que tiene más piscinas y los rascacielos más altos del continente. Pero no es oro todo lo que reluce: también las mayores disparidades sociales y una de las tasas de criminalidad más elevadas del mundo.
El resultado de todo ello es una desestructuración abrumadora y una atmósfera paranoica sin igual. En una misma calle es posible cambiar totalmente de mundo y cruzando dos o tres, se muda de universo social y cultural. Jo’burg es una ciudad extensa, muy extensa, con barrios cruzados por autopistas y vías rápidas que permiten moverse por toda la ciudad sin necesidad de poner los pies en los más peligrosos. Algunas calles discurren sobre los terrenos de antiguas minas abandonadas, amarillentas colinas de aspecto lunar.
Obviamente, existen barrios interesantes y seguros, con cierta vida cultural y restaurantes donde se come medio bien –nada del otro mundo- y se beben los aceptables caldos del país.
La cultura vinícola fue aportada por los hugonotes, protestantes franceses que, huyendo de la persecución religiosa en su país, desembarcaron en El Cabo durante la segunda mitad del siglo XVII.
Más tarde se hicieron exportadores del Groot Constantia, el vino elegido por Napoleón para hacer más llevadero su destierro en Santa Elena.
IMÁGENES: Arriba, Johannesburgo desde lo alto del Carlton Centre, el “Top África” de 50 pisos, el rascacielos más alto del continente durante 38 años. Abajo, etiqueta de un cabernet sauvignon sudafricano.